martes, 8 de junio de 2010

¡Danny!

-¡Danny! ¡Que bajes del tejado te digo! -Mi madre levantó aun más la voz mientras me saludaba agitando el palo del escobón. Creo que tenía que ayudar a nosequien a hacer nosequé, no lo recuerdo, y tampoco debí recordarlo en aquellos momentos porque cuando bajé del tejado de mi casa, tras haber terminado de mirar las nubes, me dirigí hacia el bosque a caminar hasta que me aburrí y volví para comer. Contaba entonces unos once años.

Aquella tarde de verano me acerqué a la ciudad, necesitaba alejarme un rato de mi madre, de su escobón y de la justicia que aun a día de hoy imparte con él. Paseaba por las calles de Lunargenta pensando en mis cosas cuando sin querer tropecé. A punto estuve de acabar en el suelo de no ser por la amable ayuda de una señora que andaba cerca de mí.

-Ten cuidado muchacho, podrías hacerte daño…

-Muchas gracias señora, tengo la pierna dormida y cada día empeora más, me cuesta dar un paso detrás de otro sin tambalearme.

La señora, preocupada, se ofreció a llevarme a la casa de sanación, o con mis padres, pero como no quería abusar le dije que con dejarme en el puesto de alimentos más cercano se lo agradecería, ya que llevaba mucho tiempo sin comer y me sentía algo debilitado. ¿Por qué me miras así? Ah, sí… acababa de comer en casa, pero estaba en edad de crecer y los chicos trabajadores consumimos muchas energías. Pues bien, inesperadamente la señora quiso invitarme a una deliciosa empanada de carne, que comí gustoso aunque un poco avergonzado. Casualmente llevaba la navajilla que le cogí prestada a mi padre y que viendo que aun la conservo, mira, se me olvidó devolver…  corté un trozo para ofrecerle a la mujer en agradecimiento. Fracasé. Al ver mi cara de lástima me obligó a comérmela entera.

Una vez terminada la merienda, la amable mujer me besó la frente y se despidió. Corrí hacia ella para abrazarla antes de que se marchara. Unos guardias se cruzaron en su camino y vinieron andando hacia donde yo estaba, al pasar a mi lado me miraron de reojo, como si me conociesen. Me alegré de que pasaran de largo, pero cuando me disponía a marcharme sentí unos pasos detenerse justo a mi espalda.

El maravilloso plan para estas ocasiones quedó reducido a un clásico “yo no he sido, no le conozco, no se de qué me habla” mientras me giraba con la cabeza alzada para mirar con cara de inocente a aquellos altos y amables guardias. Pero quien me iba a decir que en lugar del rostro malhumorado de un guardia armado todos mis temores se reducían a la leve risilla de una niña algo más bajita que yo. Una niña que me miraba divertida señalándome con su dedo mientras me decía un jocoso “sé lo que has hecho”. ¡Una inocente niña pecosa y sonriente, con dos coletas, se estaba burlando de mí!

-Sé lo que has hecho –repitió con sus grandes ojos clavados en los míos.

-No he hecho nada

-Sí que lo has hecho, que yo te he visto –dijo ella frunciendo el ceño –eres un ladrón

-¿Yooo? ¿Un ladrón? –Contesté indignadísimo –anda que… vuelve a tu casa, que te estarán buscando, niña.
La chiquilla apartó su mirada acusadora de mi rostro para enfocarla a la mano que tenía oculta bajo mi chaleco

-Si claro, ¿y eso que es? –Dijo señalando mi mano con su cabeza.

-Pues un chaleco ¿acaso no lo ves? Donde guardo mi… mi bolsa de bienes útiles.

-¡Ladrón!, ¡Ladrón y mentiroso! –La escuché gritar mientras estallaba en mi espinilla el dolor que solo un certero puntapié puede ocasionar, y que me hizo dar unos pequeños y humillantes saltitos a la pata coja mientras frotaba mi pierna atacada a traición. Inmediatamente escuché aquella risilla perderse tras la esquina del Intercambio Real a la carrera.

Las calles de Lunargenta están repletas de gentes de todo tipo. Gentes que a pesar de tener diferentes oficios, tener más o menos educación, ser más altos o más bajos, coincidían en una cosa que me hacía sentir muy bien: eran todos muy incautos. Sentado en un barril, a la sombra de un árbol, estudiaba sus movimientos, sus recorridos y sus prendas de vestir mientras me comía una manzana que quizá había comprado. A aquella señora la había visto pasar desde allí unos minutos antes y tras saltar del barril, no me había costado acelerar el paso para alcanzarla y tropezarme a su lado. Está bien, lo admito, durante el tropezón su bolsa de monedas cayó en mi chaleco… Ah, sí, es verdad, ¿Cómo es que habiéndole robado la bolsa me pudo pagar la empanada?... Te repito que yo no soy ningún ladrón, cuando escuché lo de la empanada procedí honradamente a devolver aquella bolsa, sin que ella se enterara, claro, para que pudiera invitarme. Lo que pasa es que en el abrazo de despedida se le volvió a caer e intenté devolvérsela, pero había comido demasiadas veces y correr me pareció una mala idea para la digestión. Mi madre siempre me ha dicho que repose las comidas, y yo siempre fui un chaval obediente.

Me encogí de hombros, sonriendo, aquella niña pecosa casi logró con sus gritos que la guardia me detuviese pero por fin todo había terminado, había comido dos veces y me disponía a recoger la bolsa para volver a casa. Un sudor frío resbaló por mi frente: la bolsa ya no estaba. Aun me parecía oír una risilla en la lejanía. “¡Maldita cría ladrona!”

Lunargenta está llena de incautos, murmuré.

lunes, 31 de mayo de 2010

Qué mala suerte, otra vez.

Verás, ayer todo marchaba bien hasta que esos guardias me acusaron de robar unos calcetines. Qué podríamos esperar de esta ciudad...

Tú no la conoces demasiado, por lo que quizá te sorprenda saber que Lunargenta está plagada de mangantes y corruptos que siempre andan deteniendo a la gente para culparles de cualquier cosa y aparentar que existe la ley y el orden. Es despreciable. Bien es cierto que los robé, pero eso es lo de menos, la cuestión es que di con mi trasero en la moqueta de las celdas de la guardia de la ciudad. Mentiría si te dijese que es la primera vez que visitaba aquel lugar, la guardia de los caballeros la ha tomado conmigo y siempre que visito Lunargenta me crea algún sobresalto, malditos, así no se puede trabajar, esto no es serio.

Se acababa de marchar el guardia y me senté a descansar. Desde el rincón pude observar que no estaba solo, me acompañaban en el calabozo algunos delincuentes más. Mientras masajeaba mi hombro dolorido observé a los elfos detenidos y evidentemente desconfié de ellos, a saber por qué estaban allí. Dos jóvenes elfas adolescentes estaban sentadas frente a mí, charlando de sus cosas. Supuse que de esos interesantísimos temas que las chicas en la edad del pavo suelen tener... no me mires así, supongo que tú no, pero ellas sí, seguro, por lo que decidí dedicar mi atención a asuntos más importantes, como salir de allí o si nos iban a dar de cenar. Como tenía bastante hambre y fuera no estaba invitado a ninguna mesa, tuve clara mi prioridad.

-¿Os han dado de cenar? -Pregunté a las dos chiquillas poniendo mi tono más cortés.

-No, aun no nos... -Empezaba a decir la rubia del pelo corto antes de volver su rostro hacia mí, cosa que hizo aparecer la furia entre sus pecas - ¡Tú! -Me gritó.

-¿Yo? -Fruncí el ceño tanteando la situación, quizá estaba loca.

-Si, tú, te recuerdo- contestó con una entrañable cara de rabia.

-No se quien eres muchacha, debes confundirte -por un momento repasé divertido mis últimas semanas, no, no recordaba haber cogido sin permiso nada a ninguna muchacha como ella.

-¡Tu me tirabas de las coletas!

-¿De las cole...? aaah, ya -sonreí de oreja a oreja.

Hacía muchísimo tiempo que no veía a aquella niña que pateaba mis espinillas años atrás, y ahora la tenía delante de mí, enfadadísima y gritándome mientras su amiga morena intentaba que se calmara. Yo sabía que eso iba a ser imposible, las chicas son muy rencorosas y Kiri siempre fue muy exagerada. Coletas ya no tenía, pero sí la misma mala leche. De hecho, en lo que me quise dar cuenta la tenía a escasos centímetros, golpeando mi pecho y empujándome hasta que di con el trasero de nuevo en la moqueta... no te rías, fue porque me tropecé ¬¬

Con el alboroto llegó el guardia. No fue muy simpático conmigo ya que casi me deja libre por error cuando le dije solo un rato antes que una mujer había pagado mi fianza, cosa que no era cierta, lo admito. La fianza ascendía a tres oros pero, como es lógico, no los tenía. La chica morena inesperadamente se ofreció a pagarme la libertad, supongo que para que dejase de molestar a su amiga. Gesto que agradecí guardándome las monedas. Cómo es de mala educación dar a otro el regalo recibido... me las quedé.

-Paga la deuda y vete -me dijo el guardia, seco y serio.

-Le he dicho que no tengo dinero. -Contesté suspirando con paciencia, no me gusta repetir una y otra vez las cosas.

Me pidió los datos y como tampoco tengo por costumbre dárselos a los desconocidos, le di el primer nombre que me vino a la cabeza. No se por qué no creyó que me llamaba Ranulfo, siendo este un nombre estupendo, pero el caso es que me topé con la punta de su espada en la garganta. Tomó nota de mi nombre y se marchó refunfuñando. Solo es una noche en prisión, pensé.

-¡Devuélvele el dinero a Guaxi! -Dijo Kirita cuando se calmó la cosa.

Cambié de tema por que ese no llevaba a ninguna parte e intenté ser amable, pero ni le gustó que le dijese que no había cambiado nada en estos años, cosa que no es del todo cierto, ni tampoco que le llamase Kirita como entonces... me aventuraría a decir que no tiene muy buenos recuerdos de aquellos años, noté algo en su mirada de odio mientras me pegaba que me hizo intuir que le pasaba algo conmigo. Guardo muchos recuerdos de mi infancia en la aldea, no se los he contado nunca a nadie, pero a ti sí te los voy a contar... ¿Qué por qué te cuento esto a ti? Pues porque se que no te importa.

Y, además, así tengo algo de qué hablar mientras te invito a comer algo con estas tres monedas de oro.